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Alma y Piel

Fusiles y muñecas

<center><strong>Fusiles y muñecas</strong></center>
Juan y Margot, dos ángeles hermanos
que embellecen mi hogar con sus cariños,
se entretienen en juegos tan humanos
que parecen personas desde niños.

Mientras Juan, de tres años, es soldado
y monta en una caña endeble y hueca,
besa Margot con labios de granado,
los labios de cartón de su muñeca.

Lucen los dos sus inocentes galas
y alegres sueñan en tan dulces lazos;
él, que cruza sereno entre las balas;
ella, que arrulla a un niño entre sus brazos.

Puesto al hombro el fusil de hoja de lata,
el kepí de papel sobre la frente,
alienta el niño en su inocencia grata
el orgullo viril de ser valiente.

Quizá piensa, en sus juegos infantiles,
que en este mundo que su afán recrea,
que son como el suyo todos los fusiles
con que la torpe humanidad pelea.

Que pesan poco, que sin odios lucen,
que es igual el más débil al más fuerte,
y que, si se disparan, no producen
humo, fragor, consternación y muerte.

¡Oh, misteriosa condición humana!
Siempre lo opuesto buscas en la tierra;
ya delira Margot por ser anciana,
y Juan, que vive en paz, ama la guerra.

Mirándoles jugar, me aflijo y callo;
¿cual será en el mundo su fortuna?
Sueña el niño con armas y caballo,
la niña con velar junto a la cuna.

El uno corre de entusiasmo ciego,
la niña arrulla a su muñeca inerme,
y mientras grita el uno: Fuego, fuego,
la otra murmura triste: Duerme, duerme.

A mi lado ante juegos tan extraños,
Concha, la primogénita, me mira:
¡es toda una persona de seis años
que charla, que comenta y que suspira!

¿Por qué inclina su lánguida cabeza
mientras deshoja inquieta algunas flores?
¿Será la que ha heredado mi tristeza?
¿será la que comprende mis dolores?

Cuando me rindo del dolor al peso,
cuando la negra duda me avasalla,
se me cuelga del cuello, me da un beso,
se le saltan las lágrimas, y calla.

Sueltas sus trenzas claras y sedosas,
y oprimiendo mi mano entre sus manos
parece que medita muchas cosas
al mirar como juegan sus hermanos.

Margot que canta en madre transformada,
y arrulla a un niño que jamás se queja,
ni tiene que llorar desengañada,
ni el hijo crece, ni se vuelve vieja.

Y este guerrero audaz de tres abriles
que ya se finge apuesto caballero,
no logra en sus campañas infantiles
manchar con sangre y lágrimas su acero.

¡Inocencia! ¡Niñez! ¡Dichosos nombres!
Amo tus goces, busco tus cariños;
como han de ser los juegos de los hombres,
más dulces que los juegos de los niños.

¡Oh, mis hijos! No quiera la fortuna
turbar jamás vuestra inocente calma,
no dejéis esa espada y esa cuna;
cuando son de verdad, matan el alma.

Juan de Dios Peza

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